Llevo muchos
años preguntándome por qué tienen en este país tanta relevancia mediática los
programas del corazón. Es cierto que la vida de los famosos siempre ha ocupado
su espacio en las crónicas sociales, de hecho, durante los años 40, los actores
de Holywood se convertían en modelos a seguir, encarnando el éxito del sueño
americano. Especialmente en años de crisis y guerras, los americanos creían
en el “self-made man”, literalmente, el
hombre hecho a sí mismo. Muchos probaron suerte en la industria del cine, sin
tener más aliados que sus caras bonitas y la seguridad que da la convicción de
no tener nada que perder. Actores como
Marilyn Monroe, Kirk Douglas o Anthony Quinn fueron catapultados a lo más alto
de la noche a la mañana.
Desgraciadamente, algunos se convirtieron en muñecos
articulados de los feroces “managers” y empresarios que los trataban como meros
productos de moda que había que exprimir hasta su caducidad. Porque eso está
claro, la fama caduca y no pocos artistas sucumbieron a los excesos de la fama,
pasando por todo tipo de adicciones, llegando incluso hasta el suicidio.
Pues si en aquel
entonces los elegidos eran unos pocos, en nuestros días salen famosos hasta
de debajo de las piedras. Cualquiera que
se acueste con fulanito o que salga en un “reality show”, se ve de repente
metido de lleno en un círculo viscoso, de platós y de vida nocturna del que es
muy difícil salir intacto.
Se convierten en pasto de las lenguas viperinas del
marujeo implacable de supuestos periodistas que llegan a ser aún más famosos
que aquellos sobre los que despotrican sin piedad. Palabras y expresiones como
“ presuntamente”, “ exclusiva” o “ fuentes fidedignas” , intentan darle
credibilidad a unas conversaciones “gallinescas”
donde cada uno suelta por su boca aquello que se le antoja, alardeando entre
insultos e improperios de estar muy informado sobre la vida ajena.
Colaboradores, grabadores de cámaras ocultas, corresponsales descarados y “supervivientes”
son algunas de las nuevas profesiones por las que las cadenas pagan sueldos
desorbitados en época de crisis, ahora que tenemos disparadas las tasas del
paro. Pero no pasa nada, al contrario, las princesas del pueblo y los ladrones “pantojeros”
alcanzan unas cuotas de audiencia inauditas, y es que estos programas son
sumamente adictivos.
Sus creadores conocen bien la fórmula: populismo barato,
publicidad, griterío e incultura en formatos de última generación son los
ingredientes perfectos que enganchan a una España que debería replantearse
seriamente su trayectoria, porque a este paso la adicción rosa arruinará
todavía más nuestra ya desmejorada imagen.
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